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El Bioparque Agroflori es un refugio de animales en Cochabamba que acoge desde hace más de 30 años a decenas de especies de animales rescatados, sobre todo aves.​

 

Agroflori lleva a cabo su labor de rescate, cuidado y preservación de especies y ecosistemas sin ningún tipo de apoyo estatal. En Casa de Nadie les dedicamos lo que sabemos hacer: las historias, buscando visibilizar esta ardua labor.

Alejandra Almaraz

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Una ocelote en medio del plumaje

Algunos tenemos una preferencia algo injusta hacia los mamíferos. Nos podemos sentir asombrados al mirar a un ave rapaz emprender vuelo, cautivados por los colores del plumaje de una paraba o fascinados por el canto de un canario, pero siempre recordaremos más al animal peludo, en cuatro patas, que seguramente nos recuerdan al ejemplar domesticado que nos acompaña en casa todos los días. Yo tengo el privilegio de rodearme de árboles que reciben en su paso a miles de aves, de especies y cantares diferentes, pero debo reconocer mi sesgo e injusticia personal cuando visité por primera vez el Bioparque Agroflori y, entre tanto plumaje majestuoso, no me pude quitar de la memoria a la pequeña ocelote ubicada en medio del parque, que me recordó a la que yo tengo ahora en mis faldas mientras escribo este relato.

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Vivía en un motel de Quillacollo junto a su hermana. Sus dueños las tenían a base de comida humana, cosas fritas, leche entera y, la hermana, al tener defensas más bajas, no pudo sobrevivir. A la ocelote que sí sobrevivió la encontraron atada a una mesa, en pésimas condiciones, la rescataron y terminó en Agroflori, donde es atendida de manera personalizada acorde a sus necesidades, como el resto de animales. Fue arrancada de su hábitat y su familia de cachorra, madre jamás pudo enseñarle a sobrevivir y desarrollar sus instintos naturales, por lo que la posibilidad de algún día ser liberada simplemente no existe.

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Nada es más deprimente que una jaula, pero aún a través de esas barras delgadas de metal ves esos ojos potentes y delineados, aunque robados de vida desde los primeros segundos. Pasea por el borde de su jaula, una jaula de dos o tres metros cuadrados que será su casa para siempre, acostumbrada a la gente. Mira y hasta conversa, con un maullido grave y ronco. Siento hasta culpa de mirar con tanta belleza a un ser que perdió su instinto, un ser al que le robaron la vida.

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¿Quiénes seríamos sin nuestro impulso vital? ¿Podremos como especie humana deshacernos del impulso inhumano de arrancar la vitalidad a otros seres?

Giuliana Defilippis

Testimonio de una voluntaria

Durante toda mi vida he sentido fascinación por los animales. Pero, hace tres años, decidí que mi cariño por ellos no podía quedarse en contemplación pasiva, sino que debía transformarse en algo tangible. Así fue como llegué a Agroflori.

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El bioparque es un lugar lleno de contrastes. Sus rincones están habitados por aves cuyas plumas parecen haber robado colores al arcoíris, por zorros y monos que te miran con una curiosidad casi humana, y por tortugas que imponen respeto con cada paso lento que dan. Sin embargo, bajo esa belleza también yace una verdad dolorosa: casi todos los animales allí llevan consigo una historia de sufrimiento, marcada por el tráfico ilegal y el mascotismo.

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Ayudar con la alimentación, limpiar espacios o dar guías educativas parecen apenas un granito de arena frente a la inmensidad del problema, pero con el tiempo entendí que cada conversación con un visitante es una oportunidad para plantar una semilla de conciencia, para transformar miradas indiferentes o codiciosas en miradas compasivas. Ser voluntaria me ha convertido en una voz para aquellos que no pueden hablar por sí mismos.

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Esto es lo que vuelve especial a Agroflori. No sólo se trata de albergar animales, sino de darles una segunda oportunidad, de intentar sanar sus heridas mientras educamos a las personas para atacar la raíz del problema. Aquí he aprendido que la conservación no es solo un acto de amor hacia los animales, sino un deber hacia nuestro futuro compartido. Si perdemos nuestra flora y fauna, no solo desaparecen especies, sino también ecosistemas enteros, y con ellos, el equilibrio que sostiene nuestra existencia.

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Pero Agroflori no sólo me ha dado lecciones sobre la naturaleza y conservación; también me ha regalado una comunidad. He conocido a personas que comparten mi pasión y que me inspiran con su compromiso.  Cada uno de ellos es un recordatorio de que las grandes transformaciones comienzan con pequeñas acciones.

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Hoy puedo decir que ser voluntaria de Agroflori es una parte importante de mi identidad. Me ha permitido conectar con algo más grande que yo misma. Los invito a hacer una pausa, visitar el bioparque y apoyar a esta misión que busca proteger y salvar vidas.

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Fabricio Lobatón

Colas cortadas

Sangre sobre plástico negro. Mi sangre. Nuestra sangre. La superficie brillante devuelve el reflejo del sol de mediodía, creando destellos carmesí sobre el metal oxidado del contenedor. Seis cuerpos diminutos - mis hermanos y yo - dentro de la bolsa plástica, nuestros pelajes todavía suaves, aún tibios al tacto. La sangre gotea con un ritmo constante, hipnótico. Cinco de mis hermanos yacen inmóviles, sus ojos vidriosos reflejando un cielo infinito e indiferente.

 

Mi cuerpo -el sexto- se convulsiona contra el plástico húmedo, respirando en espasmos entrecortados. El muñón donde antes estaba mi cola pulsa con cada latido débil, la carne expuesta brillando bajo el sol inclemente. Escucho el golpeteo rítmico del maletín negro contra una pierna: el veterinario. Sus manos tiemblan mientras extrae mi cuerpo agonizante. La sangre mancha sus guantes de látex blancos, dibujando patrones abstractos que se entrelazan como las venas de una hoja marchita.

 

El tiempo se desliza. Ahora, el bioparque Agroflori despierta alrededor de mi plataforma elevada. El aire cortante de la montaña raspa mis pulmones, cargado con el aroma penetrante de eucaliptos y tierra húmeda después de la lluvia. La primera luz del día se derrama. Los guacamayos rompen el silencio primero: sus gritos atraviesan el aire mientras sus plumas se despliegan en explosiones de color - rojo carmesí, azul eléctrico, verde esmeralda.

 

Observo mi reflejo, mi cuerpo una silueta recortada contra la luz naciente. Mi pelaje, que una vez estuvo empapado en sangre, ahora brilla con tonos de ámbar y tierra fértil. Donde antes estaba mi cola, una nueva geometría define mi cuerpo: una ausencia que cuenta una historia de supervivencia. Mis músculos se tensan y relajan bajo la piel mientras sigo cada movimiento del veterinario, mis ojos cargados con una intensidad en las pupilas.

 

Dicen que en las noches de luna llena, mi historia se repite en las montañas.

 

El ritual del warmi munachi persiste como una práctica controversial en las zonas rurales de Bolivia, donde decenas de zorros andinos son mutilados cada año. Este ritual ancestral, que literalmente significa "hacer enamorar" en quechua, involucra la extracción de la cola del zorro durante la luna llena para la elaboración de amuletos de amor. Los curanderos locales, conocidos como yatiris, sostienen que estos talismanes tienen el poder de atraer parejas y resolver conflictos amorosos.

 

La práctica choca directamente con el marco legal boliviano actual. La Ley 1333 del Medio Ambiente y la más reciente Ley 700 establecen sanciones que van desde multas económicas hasta penas de prisión para quienes cacen o comercialicen partes de animales silvestres. Sin embargo, la aplicación de estas normativas enfrenta desafíos significativos en áreas remotas, donde el acceso limitado y la falta de recursos para el patrullaje dificultan la protección efectiva de la fauna.

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¡Visita Agroflori!

OTB los 3 chorros / IQUIRCOLLO, Quillacollo, Bolivia

+591 75975020

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