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Bitácora de un Cazador de Mirlos - Fabricio Lobatón

Cuando era niño, me fascinaban esos programas de National Geographic donde los naturalistas esperaban pacientemente horas, días incluso, para capturar un fugaz momento de algún animal esquivo. Recuerdo a Mariano Osorio en "Expedición Salvaje" y a Luis Sánchez Blas en "Encuentros Naturales", convertidos en estatuas humanas, con una paciencia zen, aguardando el momento preciso. Hoy, en el Bamba Fest (la versión andina del primavera sound) de Cochabamba, mi presa no es un jaguar o un cóndor, sino algo igual de legendario: Los Mirlos.
Desde 1973, esta banda de Moyobamba ha definido un género que fusiona los ritmos selváticos con la psicodelia de los años 60, creando un sonido que revolucionó la música latinoamericana.
He preparado meticulosamente mi expedición. Mi equipo de campo es austero pero significativo. Un archivador desgastado, un marcador azul que ruego no me traicione, y mi amuleto de la suerte. El primer artículo que publiqué en papel, una reseña de la sesión de Los Mirlos en KEXP, doblado con el cuidado que merece una reliquia. La meta es ambiciosa: conseguir no solo las firmas de los Jorges —padre e hijo, arquitectos del éxito de la banda—, sino también capturar ese momento íntimo que todo naturalista musical anhela -el encuentro cercano, la conversación fugaz que valida años de seguimiento.
El Proyecto Martadero, convertido esta noche en reserva musical, bulle con una biodiversidad asombrosa. El Proyecto Martadero vibra esta noche con una diversidad musical extraordinaria. En el escenario Andino, Camarú teje melodías como golondrinas nocturnas, su trío de guitarra, bajo y batería dibujando patrones en el cielo tarijeño. Las Lesbis atacan con la precisión de rapaces, sus riffs veloces y voces alternadas definiendo un pop-punk que enciende el pogo. La Luz Mandarina envuelve el ambiente con su trompeta entre capas de delay, mientras Los Últimos Glaciares ofrecen “ceremonias” desde el valle cochabambino.
Son las 20:00 y el territorio musical cambia constantemente, establecí mi primer puesto de observación cerca del backstage, ese bebedero donde las especies musicales se congregan entre presentaciones. Radio Cutipa incendia el escenario con folklore fusión, mientras yo, cual francotirador musical, mantengo mi mira fija en el backstage —ese espacio que en otros días alberga residencias artísticas del Proyecto Martadero—, esperando el más mínimo indicio de mis escurridizos objetivos.
Quiero calmar mis ansias, el escenario Amazónico me ofrece una tregua. Un DJ: “Essential Beats”, hace girar vinilos, y de pronto, como un conjuro, suena "Soledad" de Los Ronisch. "Aquí estoy otra vez, pregunto sin cesar, ¿dónde estás, cruel amor?". La cumbia andina busca dialogar con la amazónica, y las coincidencias son curiosas - Los Ronisch y Los Mirlos, aunque de distintas familias Rodriguez sin parentesco entre sí, revolucionaron la cumbia desde el Alto Perú, cada uno forjando su propio sonido distintivo desde las dos vertientes de la cordillera. Mi mente empieza a especular: ¿Prepararán Los Mirlos algún homenaje?
De vuelta al escenario Andino, un detalle me hace levantar mis prismáticos. Danny Jhonston, primera guitarra de Los Mirlos, aparece en mi campo visual. La fiebre mirlomana me invade. Corro, casi como un depredador, a solicitar su firma. Le confieso que lo escribí con el corazón puesto en ellos. Intenta contarme un chiste que se pierde entre el rugido de los parlantes, pero poco me importa. Mis ojos brillan con la emoción del cazador a punto de cobrar su presa.
La noche avanza, la tensión musical se acumula. Una tarqueada misteriosa emerge desde el público, todos bailamos en una danza de anticipación. Los sonidos psicodélicos de Moyobamba están cerca, muy cerca.
DESIERTO DE CELULARES
Los Mirlos aparecen uno a uno, como especies raras emergiendo de la espesura. Primero Johnston en la guitarra, luego Jorge Rodríguez hijo ajustando sus sintetizadores como quien afina una trampa sonora. Abel Ramírez sostiene el bajo como un ancla en este mar de expectación, seguido por el baterista y el conguero. El animador toma su lugar, pero hay una ausencia que me carcome: ¿dónde está Jorge Rodríguez padre? Mi corazón de cazador musical se detiene por un instante hasta que, como una aparición mística, emerge de una cortina de humo, completando la formación de esta bandada legendaria.
Sus camisas brillan bajo las luces del escenario como páginas de un códice amazónico: los patrones geométricos que las adornan son kené vivo, ese lenguaje sagrado de los Shipibo-Konibo traducido a tela. Cada línea, cada forma que dibuja sus siluetas parece vibrar con el mismo pulso hipnótico de sus guitarras. Jorge padre porta la suya como quien lleva un mapa de la selva sobre el cuerpo, los diseños laberínticos de su camisa parecen moverse al ritmo de la música, como si las serpientes cósmicas del imaginario shipibo decidieron bailar cumbia esta noche.
El "Poder Verde" explota y la multitud entra en trance. Jorge padre, cual chamán amazónico, se dirige a nosotros: "Son otra generación, sus padres me escuchaban, ahora les toca a ustedes. Háganse amigos de Los Mirlos". Es entonces cuando noto algo extraordinario: el público está libre de luciérnagas artificiales en alto. No hay una sola pantalla brillante obstaculizando la vista del escenario. ¿Será la hipnosis colectiva de estos pájaros amazónicos o están a la espera de algo más instagrameable como "La Danza de los Mirlos"? Mi romanticismo musical prefiere creer en la magia de la primera opción, aunque las caras que pasan de euforia a decepción durante los primeros compases del "Lamento en la Selva" —cuyo riff juega a ser espejismo de la ansiada Danza— me sugieren lo contrario.
La noche se transforma en una antología viva de la cumbia amazónica psicodélica, que haría llorar a los compiladores de "The Roots of Chicha". Rinden tributo a Juaneco y su Combo con "Ya se ha muerto mi abuelo", mientras el público corea "olelolay lelole" como un mantra selvático. Los homenajes continúan a Los Destellos con "Elsa" y Los Hijos del Sol con "Cariñito". Como guiño a la diversidad de la cumbia peruana, incluyen "Ojitos Hechiceros" de Néctar, todo en un mashup magistral que mantiene el desierto de celulares intacto.
Jorge Rodríguez hijo demuestra por qué los sintetizadores son el plumaje distintivo de esta ave musical. Sus dedos danzan sobre las teclas creando texturas camaleónicas: en un momento evoca zampoñas digitales que transforman un huayño en una pieza psicodélica zapateada. De pronto, como un espejismo sonoro, el "Wayayay" de Los Kjarkas emerge en ritmo de cumbia, con Johnston bordando solos de guitarra como rayos de sol entre la selva. No es el homenaje que esperaba de Moyobamba a Cochabamba, pero funciona como un puente musical entre dos mundos.
El vuelo continúa con "El Escape", sus guitarras cortando el aire como alas afiladas, hasta que finalmente nos ofrecen un "Traguito de Ayahuasca" musical, coronando su debut boliviano con una experiencia de dos horas que desafía la realidad.
Cuando la hipnosis colectiva se disipa, recuerdo mi misión original. Localizó a Jorge padre, quien, como un ave experimentada, porta su propio marcador para autógrafos. Firma mi artículo antes de que la avalancha de fans lo rodee para fotos (eso si es instagrameable). Jorge hijo, mientras desmonta sus sintetizadores, también accede amablemente a firmar, pero el tiempo es escaso. Como aves migratorias, deben partir para dar paso a la siguiente banda.
Guardo el recorte de periodico en mi archivador, con el cuidado de quien transporta un tesoro frágil. Las firmas de los Jorges brillan bajo las luces mortecinas del Martadero que ya se vacía. A mi alrededor, los técnicos desarman equipos como hormigas laboriosas, mientras algunos rezagados intentan conseguir fotos con los músicos que aún quedan. Veo un puesto de hamburguesas que pregona su última mercancía de la noche, y el olor a pan tostado y carne se mezcla con el del sudor de dos horas de baile selvático. Mañana volveré a mi rutina. Pero esta noche, como aquellos naturalistas que admiraba en la televisión, puedo decir que completé mi expedición. Los Mirlos han sido avistados, documentados y, mejor aún, me han regalado sus plumas. La hamburguesa de la victoria nunca supo mejor.
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