
Hijos de la leche: sistemas de ayni hídrico en extinción
2 de febrero de 2025
Son las cinco y media de la mañana. El agua alcanza los tobillos de Jesús Zerda. Tiene 51 años, una camisa a cuadros zurcida en el codo derecho y botas de agua que ya no son impermeables. Sus manos —gruesas, agrietadas, con las uñas gastadas— se aferran a un balde metálico. Las fuertes lluvias han inundado el patio, dificultando el acceso a la granja. Sin embargo, el ordeño de las vacas no puede esperar. La prioridad será realizar el ordeño y transportar el treintero de leche al tanque que le corresponde. Una vez completada esta tarea esencial, procederá a drenar el agua acumulada en el patio de la granja.
El trabajo en el campo casi nunca se hace solo, casi siempre es un trabajo familiar y Jesús lo sabe bien. Cuenta con sus 4 hijos que le ayudan en las tareas diarias, junto a su esposa que se dedica a hacer quesos con el sobrante de leche. Además, tiene otra familia viviendo en su casa: una pareja joven con su hijo que vinieron de su pueblo en Potosí, quienes se encargan de ir a cortar alfalfa antes que salga el sol para alimentar a las vacas. Las lluvias lo complican todo, pero así es la vida en el campo. No hay descanso, no hay vacaciones.
No necesita ver para saber que sus cincuenta vacas lo esperan en el establo. Mugen de hambre, mugen de sed. Lo ha hecho durante cuarenta y dos años de forma interrumpida: levantarse cuando la oscuridad todavía es un manto espeso, caminar los veintidós pasos que separan su casa del establo, ordeñar las vacas mientras el amanecer se cuela por las rendijas del techo de calamina. Durante su adolescencia, viajó a Argentina en busca de oportunidades, donde trabajó en talleres de costura. Su papá murió hace 16 años, lo que marcó su vuelta. Como hermano mayor, decidió regresar a su tierra natal para guiar a sus hermanos y evitar que vendan las tierras de su familia. Unos empresarios querían comprarlos para hacer galpones. Todo puede pasar, todo cambia; pero nunca se puede regalar el trabajo de la familia.
Desde hace tres semanas, las lluvias convirtieron La Maica en una versión distópica de Venecia, esos veintidós pasos se han vuelto una odisea.
La Maica es una zona periurbana. No muy lejos de la ciudad. Se ubica en el Distrito 9 de Cochabamba, Bolivia. Produce anualmente 3.2 millones de litros de leche —el 12% de la producción departamental—, se encuentran en una situación vulnerable. Los productores, que mantienen un promedio de 5.8 cabezas de ganado por familia, están atrapados en una paradoja económica: mientras el precio de la leche al consumidor aumenta, ellos continúan recibiendo apenas 3.5 bolivianos por litro de parte de PIL Andina.
Don Jesús ejemplifica la lucha de quienes intentan mantener viva la tradición lechera de La Maica. “El precio del alimento balanceado para las vacas se ha disparado, a veces no hay agua. Las lluvias son buenas, todo se enverdece, pero también hace todo más difícil. A veces no se puede ni dormir.” Los costos de alimentación del ganado fluctúan dramáticamente, desde 15 bolivianos en época de lluvia hasta 40 bolivianos por hera en invierno, ejerciendo una presión adicional sobre la rentabilidad de la actividad lechera.

La organización productiva de esta zona mantiene una estructura sindical, mientras que la gestión del agua se realiza a través de diferentes formas de asociación comunitaria, ya sean cooperativas, asociaciones o por paradas. El sistema de riego es diversificado: por un lado, utilizan el agua proveniente de la represa de La Angostura a través de canales de riego; por otro, recurren a cisternas para la distribución. Sin embargo, la zona depende principalmente de las aguas residuales procedentes de la planta de tratamiento de Alba Rancho, la cual opera sobrepasando su capacidad de diseño. Esta situación es particularmente preocupante, ya que los análisis revelan altos niveles de contaminación, donde los coliformes fecales exceden considerablemente los límites establecidos para el uso agrícola.
El sistema tradicional de gestión del agua, basado en el principio andino del Ayni (reciprocidad comunitaria), está siendo desplazado por un modelo institucionalizado que mercantiliza el recurso hídrico, debido al reciente proyecto de SEMAPA (Servicio Municipal de Agua Potable y Alcantarillado), con una inversión de 8.3 millones de bolivianos, que promete beneficiar a 10,000 habitantes, pero también está acelerando cambios que ponen en riesgo el futuro de más de 800 productores de leche de la región. Este cambio no solo afecta la economía local sino también el tejido social de la comunidad, construido durante generaciones alrededor de prácticas colaborativas de gestión del agua.
El territorio, organizado en siete subcentrales (Maica Norte, Maica Chica, Maica Central, Maica Sud, Caspi Chaca, Maica Arriba y Kenamari), está experimentando una rápida urbanización que ha provocado un incremento del 45% en el valor de los terrenos con acceso a servicios básicos. Esta valorización está generando una fuerte presión inmobiliaria, especialmente visible en la zona de Maica Chica, dónde terrenos tradicionalmente agrícolas están siendo reconvertidos para uso urbano.
Hacia el oeste, la expansión del Parque Industrial Maica en la zona de Coña Coña refleja la cruda realidad de muchas familias productoras. Los que no tienen suficientes recursos económicos terminan vendiendo sus terrenos a empresas que buscan expandir sus operaciones industriales. La decisión de vender no es solo por la presión inmobiliaria, sino por la degradación progresiva de las condiciones de vida en la zona. La contaminación del agua causada anteriormente por una pollería dejó secuelas que aún persisten, y ahora el constante flujo de transporte pesado que ingresa y sale del parque industrial hace que la vida cotidiana sea cada vez más difícil. Las vibraciones de los camiones, el ruido incesante y el deterioro de los caminos son parte de una nueva realidad que empuja a los habitantes originales a buscar otros horizontes.
A las seis y cuarenta y cinco, el sol es una promesa pálida sobre los cerros y el termómetro marca doce grados. En la radio, un locutor habla sobre Misicuni, desde su creación estuvo envuelto en problemas. Con la entrada de la última directiva, que este proyecto llegue a La Maica es cada vez más lejano.
Doña Flora Medrano podría ser la madre de Jesús. Tiene casi setenta años, vive por la parada 5, de La Maica Central, es miembro fundadora de una cooperativa de agua llamada Socavón, impulsada por jóvenes que se oponen al ingreso de SEMAPA. Las voces son tan diversas como su territorio. En Maica Norte, están a favor. Los tubos ya son una realidad visible aunque todavía no fluye el agua por ellos, generando expectativas entre los vecinos que ven en este proyecto una oportunidad para mejorar su calidad de vida. Sin embargo, la resistencia es palpable. Esta división de opiniones refleja una tensión más profunda por el temor que la institucionalización del servicio de agua acelere la urbanización y amenace el tejido social: la leche ya no da y donde hay agua, hay negocio.
El valor de la tierra en La Maica se mide ahora en metros cuadrados de construcción potencial.
A las cinco y doce de la tarde, Jesús termina la segunda ordeña del día. Sus botas dejan huellas oscuras en el piso del establo mientras vierte la leche en los tachos de metal. Mañana la venderá al mismo precio que ayer, que hace un mes, que hace cinco años. La inflación es para otros, para los que pueden permitirse llamar progreso a la desaparición. El agua le llega a los tobillos. Siempre a los tobillos.
En la radio, el locutor ha sido reemplazado por una cumbia.
