
Lo que fue de las flores y la mita de Villa San Roque
16 de febrero de 2025
Lo que ahora conocemos como zona norte de la ciudad de Cochabamba fue hasta hace unas décadas un conjunto de enormes extensiones de tierra y campo con pocas familias propietarias. Una de ellas era la familia Fernández, dueños de grandes predios en la región de Temporal. El patriarca de este linaje: el señor Mariano Fernández. Un día desafortunado, el hijo de los Fernández, Agustín, falleció, dejando dos hijos chiquitos y una viuda. Don Mariano, quien pretendía dejarle a su hijo unas considerables dos hectáreas de tierra, terminó dejándolas de herencia a sus pequeños nietos. No obstante, la mujer necesitaba con qué criar y mantener a sus hijos, así que vendió el terreno, y aquellos jóvenes herederos nunca conocerían la que estaba destinada a ser su tierra, cuyo nombre en el plano original corresponde a Villa San Roque.
Pero el predio en cuestión tenía un problema y era que no era una tierra muy productiva y no había agua cerca, de modo que el primer comprador lo volvió a vender, el segundo comprador también, y así sucesivamente. De adquiriente en adquiriente, con un intento de construcción de casa de por medio y sin nadie que dé utilidad a esos 20 mil metros cuadrados de tierra.
Llegó el año 58, y un padre de familia de nombre Julio Almaraz buscaba un espacio campestre para vivir lejos del ruido visual y auditivo de la ciudad y sus nietos crecieran con aire puro, el sol en el rostro y los pies en el pasto. Encontró un lote en oferta, y así esta familia se mudó de la ciudad, cruzando el precario puente que existía en el momento para cruzar el río Rocha, y se convirtió en la sexta y última compradora de aquel terreno en Temporal. 66 años después, la hija, Margarita Almaraz Paz, se encuentra sentada en el porche de la casa, una vieja e imponente casa de piedra en la parte sur del predio, de costado a la huerta que ha cuidado durante toda su vida y sigue cuidando a sus 95 años de edad.
Como ya había usado todo su dinero para la compra del lote, Julio se hizo un préstamo bancario para poder terminar la casa a medio construir. Y al tener que devolver eventualmente el préstamo, tenían que lograr lo que ninguno de los cinco compradores previos logró, que era generar ingresos de esa pobre tierra despreciada.
Un ingeniero agrónomo del Ministerio de Agricultura, perteneciente al entonces Departamento de Incentivo Agrícola, fue un día llevado al predio por Sergio Almaraz, el hermano de Margarita, para dar su diagnóstico. “Esta es una zona de temporal, aquí ha de haber escasez de agua”, dijo. Sin embargo, el predio tenía una mita, agua que llegaba de la corriente de Pacolla, desde la cumbre, y era distribuida entre los entonces pocos propietarios por un sistema de turnos. Esta mita entraba año redondo, un poco más en épocas de lluvia, por lo que agua, había. ¿Qué sugirió el agrónomo? Que no planten comida, pues en esa zona no sería lo suficientemente rentable, sino flores. En esa época, el cultivo de flores en el valle se limitaba a rosas rojas, rosas blancas y rosas rosadas. De tallos débiles y cortos. Claveles, solo sevillanos y clavelinas. Y un tipo de magnolia blanca y grande para arreglos de novia. Más que eso, nada.
El agrónomo propuso hacer traer variedades del exterior, variedades no conocidas en el país, más lindas y más fuertes. Trajeron de Francia dos tipos de claveles, uno con un tallo rígido y largo, otro más esbelto y con el borde picado. Esas fueron las primeras flores que se dedicaron a cultivar. Les enseñaron a hacer el semillero, a retostar la tierra en una lámina de metal para matar a los gérmenes, a poner las capas de tierra vegetal y lama, a calcular la distancia de sembrado, a calcular la cantidad de agua con la que tenían que regar. Sembraban las semillas en almacigueros y, cuando las plantitas llegaban a los 12 centímetros, se trasplantaban en pendiente para que no retengan demasiada agua. El regado era tarea colectiva: el padre sacaba el agua del tanque que se llenaba con la mita y pasaba baldes y regaderas al miembro de la familia que estaba en el siguiente nivel, regaba, pasaba al otro y así sucesivamente. Persona que se encontraba en la casa, persona que tenía que ayudar con el riego.
La distribución empezó con María Jesús, la madre, entregando en las casas y negocios de gente conocida. Luego, dejaban baldes con los mejores ejemplares como muestra. Crecieron y con el tiempo consiguieron entrar a los mercados y hasta un contrato con dos florerías famosas en La Paz. Toda la familia estaba involucrada en el negocio, y era un negocio que, en efecto, florecía.
Sin embargo, la madrugada del 11 de mayo de 1968, con una dolorosa hemorragia interna, fallece Sergio, de apenas 39 años, con toda una vida política por delante, libros por escribir y una huerta por cuidar.
A toda la familia le bajaron los ánimos y el negocio marchitó para siempre.

María Jesús Paz con la producción floral.
Margarita siguió cuidando la huerta con los años, con las especies de árboles y plantas que había e iban apareciendo. Regar, podar, deshierbar, todo trabajo de jardinería, ella lo conoce y nunca ha olvidado. Vio los años de peor sequía y mejores lluvias. Pero, alrededor de aquellas dos verdes hectáreas, de las cuales en algún momento la Alcaldía les hizo ceder 6 mil metros, también empezaba a crecer la mancha urbana, construyéndose las que ahora son las avenidas más importantes, y, con la ciudad que crecía, los sistemas tradicionales de riego comenzaron a desaparecer.
Los primeros que perdieron su mita fueron los que tenían su terreno en la avenida América cuando construyeron la ciclovía y cortaron el paso, sin hacer una tubería subterránea. La urbe avanzó y, con la construcción de la avenida Circunvalación, a dos cuadras del predio de Margarita, el cambio era inevitable. Años costó la instalación de agua potable, que hasta mientras había que comprar agua de cisterna, y el peligro de perder el agua de riego dejó de ser un miedo solamente.
Villa San Roque perdió su mita definitivamente hace apenas dos años, luego de intensa lucha. A lo largo de la corriente, empezaron a aparecer múltiples poblados y hasta alojamientos y servicios turísticos, muchos de los cuales aparecieron prácticamente de la noche a la mañana por obra y gracia de los loteadores, quienes se apoderan de la tierra, desmontan lo que hay y la venden rápidamente a muy bajo precio. Encausaron el agua hacia sus propiedades y, cuando tocaba el día en que debía llegar la mita al predio, simplemente no llegó. Existe una Sociedad de Regantes, pero ni con esa organización se pudo poner frente al monstruo urbano respaldado por la ilegalidad.
De esa familia floricultora, solo Margarita vio las flores secarse, la huerta crecer, la mancha urbana expandirse y la mita desaparecer. El sistema de ciudad moderna que tenemos hoy crea en sus ciudadanos una concepción del agua alejada de aquella idea de comunidad y rotación. La gente no posee áreas verdes y la idea de agua de riego por sí misma suena muy alejada. En una ciudad que no ha podido lograr hasta ahora un crecimiento sostenible, Margarita, aún con el agua perdida, vive en un predio privilegiadamente paralizado en el tiempo, con la vegetación que desde hace años dejó de caracterizar Cochabamba. Se para desde su porche y camina hacia su huerta. Mira. El 2025 ha traído buenas lluvias y se refleja en el intenso verde que la rodea. “La última vez que vi esto así de verde fue… en los 60. Espero que no pasen 35 años más para que tú vuelvas a verlo así”.